Medellín es una ciudad extraña. Reposa sobre un valle elevado 1.600 metros sobre el nivel del mar y está rodeada de montañas altas. Así, cuando se está en casi cualquier punto del valle, el habitante de la ciudad solo ve barreras. Quizá por eso es una villa conservadora, encerrada sobre sí misma, donde todo se sabe. Pero por eso mismo, los paisas son aventureros y no le tienen miedo a la dificultad. Si el paisa sembró café sobre los lomos de sus montañas, no hay reto demasiado grande para los nacidos en estas tierras. Además, haber nacido en este valle-isla -porque las montañas hacen lo que el mar logra en las islas: aíslan-, genera un curioso fenómeno mental a sus habitantes: cuando se está en Medellín se sueñan aventuras y viajes, cuando se está lejos, se sueña con la seguridad del hogar, la comida, las cosas sencillas de la ciudad. Viviana regresó renovada, pero Medellín la esperaba igual que siempre, compleja, emprendedora, violenta por ratos, definitivamente chispeante y eléctrica.
Llegó. Que ¿cómo te fue? Que excelente, demasiado buena la experiencia, estoy como nueva. ¿Y ahora? Ahora a seguir trabajando.
Llegó. Que ¿Cómo te fue? Que excelente, demasiado buena la experiencia, estoy como nueva. ¿Y ahora? Ahora a seguir trabajando. La beca que se ganó era por un año, tres meses presenciales en Alemania y el resto en asesorías y trabajo virtual, así que oficialmente seguía estudiando. Por eso, y casi obsesivamente, terminó encerrada tres meses buscando otras respuestas. Ese primer artículo que se encontró mientras investigaba en el ITM fue una luz clara sobre la efectividad del objeto, pero ella tenía en mente algo más grande. A fin de cuentas, abrazar un abrazador es, realmente, abrazarse a uno mismo. El afecto es propio, es un regalo que nos damos a través de un objeto. Por eso se encerró esos tres meses, para explicar, de manera clara y accesible a personas de todas las edades, la importancia de conocerse y quererse, la importancia de las emociones. Fueron tal vez las montañas, que veía a través de su ventana, o su obsesión por la biónica y la biología, sus viajes, los que le dieron una idea: contaría la historia de los abrazadores relacionándolos con una especie de ecosistema, o lugar geográfico. Así, cada abrazador podría enseñar algo diferente. Todo estaría en un libro, un libro que se vendería siempre con cada abrazador, porque el objeto era importante, pero el libro, el lenguaje, era fundamental para que todo no quedara en un hecho pasajero, sino ofrecerle las herramientas emocionales a las personas para que puedan abrazarse todos los días, abrazar a sus amigos o compañeros de trabajo, a su familia. No, se decía. No pueden ser garbanzos. Lentejas tampoco, lo había decidido quizá hacia el prototipo 34. Tampoco telas demasiado sedosas, y menos telas con surcos, o carrasposas. Eso lo descubrió en los primeros 10. En el 65 decidió que la cabeza del abrazador debía estar desplazada del centro, para que, al abrazarlo, no reposara sobre el mentón de la persona, sino sobre su hombro. En fin, fueron casi 80 prototipos y finalmente, tenía la muestra para hacerlo en serie. Por tercera vez ese día entró a la sucursal virtual de su banco, marcó su clave y vio su saldo: La cifra justa para hacer 500 abrazadores. Fue al centro y consiguió las telas, el relleno, hilos y habló con sus amigas de la universidad para que le recomendaran personas que le ayudaran con la producción. Le dieron los contactos de dos personas: un grupo de mujeres que cosía a mano, pero no sabía hacerlo a máquina, y una señora muy buena para coser a máquina pero que tenía siempre mucho trabajo, aunque le pagaban mal. Ella optó por usar ambos grupos para ver quién lograba mejores resultados. Les llevó la tela al barrio donde vivían y les explicó en qué consistía el proyecto y que ellas eran parte fundamental de lo que quería lograr. Porque trabajar con madres cabeza de familia y pagar bien, era para ella un componente fundamental en el proyecto, tanto, que en el futuro perdería grandes inversiones por defender a las tejedoras. En junio, le hicieron la primera entrega. De 500 unidades, más de la mitad fueron defectuosos. Entonces fue con toda la calma a mostrarles los problemas, les explicó qué era calidad, qué un defecto de fabricación, llevó más tela. Y después, volvió a su casa a seguir escribiendo el libro, a diagramarlo también, porque sería ilustrado. Fueron meses frenéticos. La segunda vez, le entregaron casi 100 unidades con defectos. Ella, paciente, les volvió a mostrar y explicar. Era un proceso en el que todos tenían cosas por aprender. Al final, alcanzaron la cifra de 500, o estuvieron bastante cerca, pero ella se quedó sin plata. Los reprocesos se comieron el exiguo capital y aunque también tenía listo el libro, no podía imprimirlo porque no había con qué. Su hermano Santiago, el que se llevó un abrazador para Australia, la vio un día tan cansada y preocupada, que no se contuvo y le preguntó qué le pasaba. Ella, casi sin fuerzas, le contó que ya se había gastado el capital que tenía para hacer realidad Hugger Island en una sola parte de lo que soñaba, los objetos, pero que le faltaba la parte que para ella cerraba todo el círculo de aprendizaje: el libro. Santiago, que por esa época tenía un excedente en la cuenta, no dudó un segundo y se ofreció para pagar esa producción litográfica y solucionar todo.
V
El día era soleado, perfecto para las actividades acuáticas deslizantes que se vendrían. Una pista jabonosa enorme, pero enorme, de cientos de metros, cubría la superficie de un lote plano. En el extremo dispuesto para ser el inicio de la pista, una gran cantidad de inflables tipo dona de colores, esperaban ordenados el caos que vendría después. El caos, que iba todavía en un bus camino a Sabaneta, los cientos de niños que los flotadores esperaban. Era un evento organizado por la agencia TGM[1] llamado Slide The City, una franquicia internacional que se haría por primera vez en Colombia y que, en su jornada inaugural, tenía contemplada la llegada de chiquillos de hogares de adopción para que disfrutaran de la pista ellos solos. El estruendo infantil invadió todo en el momento en que los niños se bajaron de los buses. Los ojos de los pequeños iluminaron tan fuerte el evento como el sol que resplandecía encima de todos. Ellos no podían creer lo que veían, era diversión pura lo que les esperaba. La algarabía se hizo estallido cuando comenzaron a deslizarse en la pista plástica montados en las donas inflables, era una alegría casi palpable. Allí estuvieron durante horas, incansables, jugando. Cuando llegó el momento de comer, muchos prefirieron seguir jugando y se vieron obligados a cerrar las pistas para que los niños fueran a darle un mordisco o dos al refrigerio. Una de esas pausas era el momento más importante de ese año para Viviana: iba a donarle una buena cantidad de abrazadores a los niños ese día. Fue difícil obtener su atención, claro, sobre excitados y felices como estaban, pero el regalo les llamó la atención y se calmaron por un momento, el justo para que ella les explicara que se trataba de un amiguito nuevo, un abrazador para sentirse bien cuando estuvieran tristes o se sintieran solos. La emoción contenida de los niños era tanta -y la expectativa de Viviana para ver qué pasaría- que se decidió repartir las cajas y esperar. Los niños abrieron la caja, algunos con premura y descuido, otros con delicadeza. Todos sacaron el abrazador y la imitaron, ella les había mostrado cómo apoyarlo en el pecho y rodearlo con los brazos. Algunos cerraban los ojos, algunos reían. Pasados unos segundos, varios de ellos volvieron a poner los Abrazadores en sus cajas y, sorprendentemente, se comenzaron a abrazar entre ellos.
Esa misma semana, todavía conmovida por el efecto de su creación en los niños, Viviana constituyó la fundación. Era un abrazo que ella iba a darle al mundo entero, haría la apuesta más fuerte de su vida, Hugger Island. Después, se dedicó a buscar generar contactos. Hicieron un evento similar al de Slide the city en la Clínica Cardiovascular, con niños enfermos del corazón que también fue conmovedor y hermoso. Además, días después, cuando llamó a la persona que hizo posible esa segunda experiencia, le contaron que el ánimo de los niños había mejorado un montón, que de verdad el abrazador era mágico y poderoso. Ella ya lo sabía, pero comprobarlo, y con niños, la hacía feliz. Llevaron también los abrazadores a hogares geriátricos y el efecto fue muy similar: alegría, abrazos, una invitación no solo a abrazarse a sí mismos, sino a otros.
Parte fundamental de todo esto, ha sido creer. Viviana vive y respira su proyecto y a todo el que conoce, le habla de los abrazadores. Así, un día cualquiera estando en una feria contándole lo que había logrado hasta el momento a una amiga, capturó la atención de un curioso, vecino de mesa, que las interrumpió interesado: Disculpe, no he podido evitar oírle esa historia tan hermosa, de verdad qué pena lo metido, pero es que yo soy el gerente del Cluster Salud de la alcaldía Medellín y sinceramente creo que este proyecto vale la pena. ¿Le interesaría estar en la feria Medesalud el año entrante? O como aquella otra vez en el Teatro Matacandelas, en que le presentaron a alguien y ella, como siempre, fue soltando la historia. Carlos, se llamaba el hombre, que la oía embelesado dejando calentar una cerveza que ni siquiera probaba para no perderse un segundo de esa historia apasionante. Al final, después de hacer algunas preguntas, la felicitó y le pidió el teléfono. Se despidieron. Unos días después, sonó el celular de nuestra emprendedora. Ve, Viviana, yo quedé obsesionado con la historia de tu emprendimiento y no he hecho sino contarle al que me encuentro, sacudiendo el palo a ver si caen los mangos maduros, y resulta que me conseguí el contacto de alguien de la junta directiva de Interconexión Eléctrica ISA y quieren reunirse con vos ¿Cómo te suena eso? Y así, con paciencia y armada solo de historias y pasión, ha podido crearse una red de contactos que le permitieron avanzar hasta donde ha llegado.
Al final de ese primer año, logró vender la producción de 500 unidades, compró una gran cantidad de cajas -salían más baratas al por mayor-, hizo 500 más, corrigió de nuevo 250, 100, y así. Cerró contactos con fundaciones, hogares de adopción, más hospitales, juntas directivas y abrió una cuenta de Facebook donde comenzó a vender el producto. Ese primer año logró vender 250 unidades por ese medio y cada una significaba la donación de otro Abrazador a alguna de las fundaciones. Desde ese primer momento vio la importancia fundamental de las redes sociales como herramienta de venta. Ahora, aunque todo parecía evolucionar bien, aun faltaba mucho tiempo para poder pagarse un sueldo. A las mujeres costureras sí les pagaba muy bien, pero a ella, nada. Eso les dijo cuando, al llegar la tercera producción, los defectos continuaban. Trató de explicarles que esos problemas de calidad eran costos extra que ella no podía permitirse, que llevaba todo el año pagándoles de manera justa, que debían mejorar. Estaba desesperada, porque aunque la idea de las mujeres cabeza de hogar era fundamental en su proyecto, también lo era la calidad, para eso había fabricado 80 prototipos ella misma, en la máquina de coser de su abuela, para llegar al modelo perfecto. Los abrazos generaban ingresos, ventas y alegría. Pero Viviana tenía que trabajar en proyectos de investigación o dar clases para poder pagar sus gastos.
VI
Con todo el impulso que terminó ese año, comenzó el siguiente. Registró la propiedad intelectual del proyecto en Colombia y, con trece millones de pesos prestados de la tarjeta de crédito de un amigo, compró la internacional. A través de la consultora que le ofreció la beca en Alemania, le habían surgido contactos serios de inversionistas internacionales. ¿sería el año el de la internacionalización de Hugger?, eso parecía. Viajó a principio del año dejando a Sara, una estudiante que se interesó en el proyecto desde el comienzo, y a su hermano Santiago -que renunció a su trabajo para vivir en la isla de los abrazadores- encargados de todo y tomó un avión a Europa para comenzar las negociaciones.
El primer inversionista se sentó al frente de ella por sexta vez. Después de cada reunión, Viviana corría al computador y le mandaba a su hermano las propuestas del hombre. En ninguna de las reuniones sintió que fuera el inversionista adecuado. No por los números, que eran muy atractivos. Una inversión de $150.000 USD. Por el 20% de la empresa en un modelo en el que a los 10 años Hugger volvía a ser completamente de ella. Eran comentarios. Pequeñas pistas de lo que se vendría en esa sexta reunión, cuando dijo: Entonces, señorita, para promocionar esto -traducción simultánea del inglés, que era el idioma en que se hacían esas reuniones-, tenemos que apelar a la lástima de la gente. Debemos lograr que les de lástima de esos niños enfermos o ancianos solos. Que la gente compre el suyo por pesar de esas personas. Así, venderíamos millones, la culpa es un gran detonante de compra. Entonces, tú tendrías que contar la historia haciendo énfasis en eso, en la soledad y la pobreza de los niños. A mí me gusta llamarlo bitch press, yo te conseguiría la exposición en medios, no te preocupes por eso. Viviana ni siquiera respondió. Salió cabizbaja de la reunión y, sin tanto entusiasmo, le envió a Santiago los comentarios del inversionista. Ella, en el fondo, sabía que iba a rechazar la oferta. Su hermano no estaba tan seguro porque financieramente era muy interesante, pero para Viviana esa no era la manera de vender el concepto que tanto le había costado crear. El abrazador era alegría, afecto, amor propio. No tenía que ver con lástima. Desde que salió de esa sexta reunión, hasta que miró al señor a los ojos para decirle que iba a rechazar la oferta, tuvo dolor de estómago. Pero en cuanto pronunció ese “NO” rotundo, volvió a estar liviana. No iba a comprometer su proyecto.
En Turquía se reunió con otro inversionista. Igual: los números cuadraban …PERO… Sí, Viviana, la producción de los abrazadores la tenemos que hacer en China. La idea es reducir los costos al máximo para poder vender más barato y llegar a las metas de crecimiento. Además, entre más vendamos, a más personas ayudamos. En ese momento ella, más clara que con el inversionista anterior, le expuso su punto: Las mujeres cabeza de hogar eran parte fundamental del proyecto. Ella quería que las condiciones de vida de quienes fabricaran los Abrazadores mejoraran, no que vinieran de una fábrica desconocida en algún país asiático. La producción local, con personas a las que se les afectaba positivamente con sueldos justos o incluso mayores a la media, era una exigencia inamovible. Hasta ahí. Fueron seis meses de aquí para allá y, al final, regresó a Colombia con las manos y los bolsillos vacíos. Aprendió muchísimo de cada sesión de negociación, mantuvo sus principios firmes, pero Hugger Island seguía siendo su pequeño emprendimiento. No iban a ingresar grandes sumas de dólares, ni tendrían el respaldo de algún inversionista poderoso. Eran de nuevo ella, sus mujeres y sus abrazadores. Santiago volvió a buscar trabajo. La relación de los hermanos se había deteriorado y era mejor seguir siendo hermanos, y no socios. Así, sin darle demasiadas vueltas lo decidieron. El golpe fue durísimo, era octubre y tenían un inventario de 2.000 unidades que no habían vendido en todo el año. En medio de ese cansancio mental, Viviana volvió al ruedo y, para diciembre, ya había logrado vender todo. Se recuperaron parcialmente de los gastos pendientes y estaba lista para lanzarse a otras aguas.